Se quedó dormida sobre mi hombro, calculo que no sabe lo que está haciendo. Se dejó soñar en medio del silencio, en su habitación, a la que solamente me invitó dos veces.
Está débil, herida, llena de sensibilidades. Si bien terminó su historia de amor en busca de frivolidades y libertades, necesita un abrazo más que nunca.
Vulnerable, caprichosa, quisiera que él la abrace y la contenga. Es que se siente mal porque ya no está. A su vez, él no está porque ella así lo quiso.
Lo confirmo, no sabe lo que está haciendo.
Pero la entiendo.
El desapego es la cuota más fuerte del egoísmo.
Y ella, aún no se puede despegar de él.
Lo quiere olvidar, pero a la fuerza.
Entonces, se queda dormida sobre mi hombro, tratando de amoldarse a sus recovecos, a mi perfume. Tratando de conformarse con lo nuevo y convenciéndose de que le sienta mejor.
Me usa, sin malas intenciones y yo me dejo usar, entendiendo la coyuntura de la noche.
Ahora resulta que se hicieron más de las doce y a ella no le importa dormir frente a mí, sin hablar, sin cambiar gestos, sin prejuicios.
Dejo pasar unos minutos, no me muevo y la miro de a ratos.
Se empieza a despertar, creo que no llegó a dormirse por completo. Solo descansa, viaja por otro lado, pasea de la mano entre sus viejas historias, inventa otras nuevas.
Antes de volver a su cuarto y abrir los ojos, me aprieta el abrazo con las uñas, se le escapa una mueca de alegría sobria, un tanto amarga, de esas que sentimos entre tantas malas noticias.
Es que sabe lo egoísta que está siendo. Está molestamente feliz y tranquila por haber terminado una relación de tanto tiempo, se siente en paz. Pero le revienta por dentro saber que su compañero de toda la vida empezará de nuevo, se besará con otra mujer y tratará de estar mejor. Egoísmo a flor de piel.
Ella no es demasiado racional, no sabe lo que hace.
Le da bronca saber que él puede estar con otra, pero ella fue quién lo dejó. Y como para hacer aún más irracional su bronca, hace filosofía sobre su viejo amor en brazos de otro flaco (este vendría a ser yo).
Me presento, soy otro egoísta: Que la consuelo convencido y ni siquiera sé consolarme a mí mismo.
Dejo que se quede dormida sobre mi hombro, calculo que no sé lo que estoy haciendo.
Yo también lucho contra el desapego, aunque me siento en paz absoluta.
En fin, nos acariciamos de imperfecciones. Somos mugre con aroma de flor.
Banales, raros, buena onda.
Se despierta, me mira, sonríe, tibia, tiembla y se acomoda.
“¿Te abro?”
Me acompaña hasta la puerta, ojos entreabiertos. Solo duermen sus ojos, la cabeza la tiene a mil.
Los dos abrazamos.
Está claro, ambos estamos recordando otros momentos de nuestra vida.
“Gracias”.
Baja la mirada.
Segundo abrazo. Nos despegamos (de nosotros, no de nuestras viejas historias como realmente queremos).
Me vuelve a mirar, se ríe, se le escapa una sonrisa. Ahora sí, somos honestos. Nos estamos riendo de verdad.
Mentiras sensacionales.
Hay de todo menos beso, esto es mucho más profundo. Estamos cambiando, perdonándonos mutuamente, ayudándonos a crecer.
Fuimos leales al no besarnos. Ella estaría en la boca de aquel y yo en la de mis mejores recuerdos.
Que justos fuimos.
Que justo nos fuimos a encontrar.
Que justo me abrió la puerta.
Justo antes, de volvernos injustos.
Se quedó dormida sobre mi hombro, pero calculó todo lo que estaba haciendo.
Es maravillosa, inteligente. Vulnerable, caprichosa. Por eso me empezó a gustar, porque lo supo todo el tiempo. Se estaba desapegando y me estaba regalando una antigua sensación que la tenía olvidada.
La sensación de cuidarla, de volver a sentir.
La sensación de sentir, de volver a empezar.
La sensación de empezar, volver y besarla.